domingo, 24 de mayo de 2009

Un triunfo que supone algo grande.


El mundo del fútbol, si no se da cuenta, si no se da por advertido, pues debe tener los ojos vendados. Si el universo del juego de la pelota, hoy, cuando se acaba mayo, cuando transcurre 2009, si no toma nota del efecto Lanús, habría que transformar la realidad. Lanús es el espejo en el que correspondería fijarse. Destacados dirigentes, un club refaccionado a nuevo y un conjunto de promesas y realidades, casi todas surgidas en casa, que desde hace unos años juega bien y gana. No tiene el efecto de un entrenador con magnetismo, como Angel Cappa, en Huracán, que disfraza su propia realidad con un presente de toque, brillo y gol. Lo de Lanús es sinónimo de tiempo: mucho antes del exitoso, del inolvidable Apertura 2007.

Los pibes no sólo juegan bien. Son el emblema de la buena conducta y, si se observa bien (¿lo hará el fútbol argentino, el que fracasa con compras exageradas, el que apuesta al triunfo efímero?), todos los días exhibe una cara nueva. Hay que verlo a Carlos Arce, que juega los últimos minutos casi como un veterano: capacidad, habilidad, agresividad, aplomo. Como alguna vez lo fue Pelletieri, como alguna vez lo fue Acosta. Blanco, el crack, el sinónimo de Lanús, no es el único hombre de esta suerte de espejo en el que debería juzgarse el fútbol local. Valeri, Fritzler, Lagos, Salvio. En el banco de suplentes aguardan otros, tan buenos como aquéllos. Ya listos, ya fogueados para la aventura de un nuevo título. Porque Lanús, el equipo, el club, está cerca, otra vez, de algo grande.

Candidato de la frescura, líder de la personalidad, aun cuando no brilla, cuando sus figuras no se destacan, provoca cuatro, cinco situaciones claras de riesgo que convierten al arquero adversario en decisivo en el juego. Hay que imaginarse, entonces, cuando lo haga bien. O, al menos, algo mejor. Esta vez, el prototipo del mejor semillero del fútbol doméstico de hoy se respaldó en su defensa. En hombres que, en su mayoría, curiosamente, no surgieron en casa. Cuando no juega, marca, se empeña. Cuando no brilla, arriesga con vuelo rápido en el arte del contraataque, otra de sus capacidades esenciales.

Algo grande se insinúa. Este triunfo supone otra historia con sabor a gloria. A cuatro capítulos del final, vencer a Banfield, el clásico adversario, en su cancha, frente a su gente, no es una reseña para desperdiciar. ¿Que no jugó muy bien? Es cierto. ¿Que, con un jugador más, se retrasó demasiado? Es verdad. Pero, sinceramente, casi no corrió riesgos su victoria. Banfield es una versión limitada de enviar pelotazos a los centrales rivales. Tiene valores para ensayar otra manera de avanzar, pero no lo intenta. Toma la pelota y la lanza, a ver qué pasa. Claro, sin Silva, lo que pasó ni sirve recordarlo. Apenas el uruguayo Fernández y el ingreso fresco de García descubrieron que puede intentar algo mejor.

El gol, el único, fue extraño. Blanco descubrió el avance en soledad de Velázquez, que envió un zurdazo que sorprendió a todos (a Devaca, sobre todo) y terminó, casi sin proponérselo, dentro del arco. Sand, delante de Lucchetti, disfrazó la realidad: casi todos creyeron que tocó el balón con el pecho. Pero no. Tampoco hubo mano del goleador, menos aún posición adelantada. Sin embargo, Banfield tuvo su instante de furia: tarjeta amarilla al arquero y roja a Bustos, que marcó poco y, en cambio, habló demasiado.

El juego, con ese tanto, creció en intensidad. Con algunas huellas del clásico de barrio que suele ser. Lucchetti le tapó un disparo a Blanco, el arquero evitó que un tiro libre de Sand llegara a la red. Fernández, en la salida de un tiro libre, remató junto a un palo; un cabezazo de Sand pasó cerca; un zurdazo de García casi entra; otra ocasión desperdiciada por Sand; aquella salvada de Bossio frente a Bertolo; otro tiro de Sand; una insólita definición de Salvio directa al cielo...

Banfield pudo empatar, Lanús pudo golear. Sin embargo, siempre dio la sensación de que el líder, el ejemplo del fútbol argentino, conocía la manera de salirse con la suya. Aun sin brillar, con un hombre más y con algunas decisiones desafortunadas, como retrasarse y ceder el balón a su adversario.

Al final, festejó. Hasta sus hinchas entonaron la palabra "campeón", ese vocablo que muchos no se animan a lanzar antes de una consagración. Al final, festejó Lanús. Porque ganó. Porque sigue primero. Porque el adversario era Banfield, en su casa. Porque supone que puede surgir, otra vez, algo grande. Y porque debe saber que es el mejor ejemplo del fútbol argentino.


Por Ariel Ruya
De la Redacción de LA NACION

No hay comentarios: