sábado, 23 de enero de 2010

Maximiliano Asurey (o Maxillo), un amigo de la casa, nos relata la historia de como "Huguito" Morales se transformó en ídolo de todos los Granates.


Siempre digo que no se puede tener de ídolo a un jugador de fútbol. El jugador de fútbol, desde hace ya muchos años, se pasa la camiseta por la raya del upite, y con ella a nuestro escudo, nuestros colores y a nosotros mismos.
Eso pienso hoy, con 32 abriles, ya peinando las primeras canas que afloran por el lateral de mi cabeza. Pero cuando era más joven e inocente, todavía no había construido esa barrera anti cholula y no me habían empomado y decepcionado algunos futbolistas, tenía esa admiración por esos muchachos que se ponían la camiseta que yo me quería poner, convertían los goles que yo quería meter y hasta pegaban las patas que yo quería pegar. Que mierda, cuantas noches me habré dormido soñando con meterle un gol a Banfield, o alguno que nos de el campeonato, y salir corriendo para ese lugar de la tribuna al que voy con mis amigos a dedicarle la conquista, besarme la alianza o levantarme la camiseta y mostrar la foto de mis pibes o bien meterle un planchazo a Chilavert y que se pudra todo.
Por aquellas épocas en las que todavía no sabía que los papelitos de colores con la cara de los próceres movilizan tremendamente las decisiones de las personas, llegó a mi Lanús un muchachito que ya había demostrado tener pinta de crack en Huracán. Recuerdo haber leído en una de las apostillas de Clarín que Lanús había comprado a Hugo Morales en alrededor de un millón de verdes, y me sorprendí por partida doble. Por un lado, el player era ya muy bueno como para venir a un Lanús que solo llevaba tres temporadas en primera, que todavía no había dado lucha en la parte de arriba de la tabla, y daba la sensación que otros Clubes más grandes lo podrían haber contratado. Por otra parte, me preguntaba de donde joraca habíamos sacado tanta guita gringa, si nosotros utilizábamos la frase “éramos tan pobres” mucho más que lo que lo hacía el Negro Olmedo en No Toca Botón.
La cuestión es que estábamos en proceso de crecimiento, y todo ese blablabla. Que Cúper lo había pedido porque ya lo había dirigido en la Quema y que el jugador quedaba libre en seis meses, que Huracán era un descontrol político, y que Lanús tenía un Presidente que no amainaba a la hora de agarrar el martillo y asestarle al chanchito un furibundo golpe justamente en ese lugar por el que se introducen las monedas. Recuerdo que entonces Hugo llegó y le dieron la 10. Debutó una noche en la cancha de Platense, ganamos 1 a 0, demostrando una calidad y una jerarquía que mis humildes ojos no habían podido vislumbrar en ningún otro jugador que defendiera nuestra casaca. No es que yo supiera o sepa de fútbol; solo digo que hacía cosas y tenía movimientos que no podían realizar cualquiera.
Quedé hipnotizado, como embobado, por esa gambeta que me generaba una dependencia visual inusitada.
Con el correr de los cotejos, esa sensación se fue incrementando. Las sutilezas, los goles, los pases, los estiletazos, todo lo que hacía Hugo me parecía fascinante. Ojo que en ese equipo no solo estaba él; Ibagaza, por ejemplo, también hacía de las suyas. Pero para mí, nadie era como Moralito.
Hay dos cosas sobre las que tengo plena seguridad en esta vida: Una es que amo perdidamente a Lanús y la otra es que Banfield simboliza todo lo que odio de un equipo de fútbol. Siento que representan el anti fútbol en toda su magnitud; hacen tiempo, se la pasan metiéndole puntinazos a la caprichosa, simulan lesiones y agresiones, y hasta hay pruebas contundentes de dopajes y sobornos. El destino quiso que sean nuestros vecinos, así que imaginen la bronca que les tengo.
Fantaseen entonces, como grité el gol que Hugo le metió a los vecinos un día que le ganamos 4 a 0. De sus dos conquistas, el primero sin lugar a dudas quedará en los anales de la historia y de los lomenses. Un sablazo monumental se le metió al golero de Banfield, mientras yo, yo… yo no podía creer lo que había visto. Nos abrazábamos y que mierda, cuando pasan esas cosas te abrazás con el primer boludo que tenés al lado, no te importa si tiene un olor similar al de la jaula del puma o si está todo chivado, vos agarrás a ese tipo y le metés un abrazo fuerte, y luego al otro, y al otro de más allá, siempre que la avalancha no te haga perder la estabilidad y resultes ser la alfombra de la escalinata de la tribuna.
Por eso te digo, ese tipo estaba metiendo el gol que yo quería meter, que fenómeno, hizo lo que yo había soñado tantas noches, como no lo iba a endiosar. La cuestión es que el muchachito no aflojaba, partido tras partido la seguía rompiendo, y de su mano empezamos a pelear un campeonato andá a saber después de cuantos años, si nosotros hasta ahí siempre la pasamos penando, más allá que en el 56´ tuvimos a los Globbetrotters, a mí no me quieran engañar, como Huguito nunca habíamos visto a uno igual o parecido.
De hecho con Hugo luego ganamos la Conmebol en el Campín, que grande ese cristiano.
No es que fuera una gran sorpresa como jugaba el Chabón. Como ya les dije, lo habíamos visto en Huracán, en donde ya la escolaceaba de lo lindo, y hasta nos había vacunado dos veces el muy turro. Pero otra cosa es cuando vos lo ves con la Granate, con el escudo de la C, la A y la L en el pecho. Ahí vos además de ver, sentís; entonces joder, como dirían el “Gallego” del almacén de la esquina de casa, este era un jugador de puta madre, un fuori clasi, como diría el “Tano” de la Genovesa, esa casa de pastas que hacía unos panzottis que te dejaban de cama.
Tan bueno era Hugo que al técnico de la selección nacional no le quedó otra que llamarlo. Passarella no era el tipo más simpático; tenía en esa época ese estilo medio milico, la onda del lope corto y los aros en las orejas pero solo de las minas. No me iba demasiado ese estilo, aún cuando yo nunca me dejé el pelo largo porque se me pone medio afro y me asemejo a Krusty el Payaso, y nunca usé aros porque para mí eso es medio de maricón, y todo bien con los maricones pero yo voy para adelante y no quiero prestarme a que algún marinero amanerado se me insinúe en alguna de mis visitas al puerto, ya sea porque fuera a la Bombonera a ver al Grana o a ver a mi tío que laburaba en Prefectura.
Hugo empezó a jugar en la selección pero, para ser tremendamente sincero, nunca fue lo que sí fue en Lanús. Ojo, jugaba bien, pero no era la belleza futbolística que veíamos en La Fortaleza. Pasarella le ponía a Chamot de 3, que se iba al ataque todo el tiempo aunque era un burro sin solución, y Hugo debía relevarlo. Cada tanto alguna pincelada, algún pase, alguna cosita. Pero a mí mucho no me importaba; lo único que yo quería era que llegue el domingo, o el sábado, y que Hugo se calzara la Granate o la Blanca alternativa y se largara al ruedo a defender nuestro escudo.
La cagada fue que un día jugaba Argentina contra Uruguay en la cancha de River por las eliminatorias. Hugo estaba convocado, parecía que iba al banco, pero antes que empiece el partido, el movilero Tití Fernández, hoy devenido además en cantante de programa de concursos Tinellescos, dijo que a Hugo lo habían trasladado de urgencia a una clínica porque había tenido apendicitis o peritonitis, no recuerdo bien que dijo el gordito. Pero que ya estaba bien.
La concha de la puta madre. ¿Por qué mierda tenía que pasarle eso a él? Yo ya lo decía, la selección es al pedo, vas y te lesionás, el Club es el que se jode. Además, ¿a quién le importa la selección? Que se vaya a cagar la selección, eso es para las minas, para los maestros, para todas esas personas que no entienden un catzo de fútbol y te paralizan el país cada cuatro años porque “está el mundial”. Te agarran y te discuten si tal o cual jugada fue orsay, te preguntan en que equipo juega el 10 de Suecia porque es un rubio que tiene más facha que Martell, o Bartelt, que te llama tu jefa y te muestra esos fixtures del orto con los grupos, mostrándote muy aplicada como ya rellenó los casilleros con todos los resultados, incluido ese amargo 0 a 0 de Irlanda y Corea, que no sabe si son del Sur o del Norte, y que además piensa que la pelota pica porque tiene un conejo adentro.
Rápidamente, comencé a hacerme mucha mala sangre, y a pensar que todo se desmoronó para nosotros, sin Hugo no iba a ser posible nada de nada. Mi costado Fan, me hizo recordar que lo importante era recuperarlo cuando sea posible, que si ya estaba bien no había drama, que una apendicitis o una peritonitis no es nada si se cura bien. De hecho, cuando mi vieja era chiquita tuvo apendicitis, le sacaron el apéndice y listo, y eso que mi vieja ya tendría ya como 50 pirulos.
La cuestión es que el tiempo pasaba y Hugo no volvía a jugar, no entrenaba, nada. Yo escuchaba todos los programas partidarios para saber de él, y más allá de los primeros días en los que informaban eso que ya les conté, nunca más decían que pasaba con él. La gente llamaba y los periodistas se hacían los dolobuscomo los perros cuando tienen relaciones sexuales, miraban para otro lado y se ponían a hablar de la temperatura, la humedad y los hectopasacales. ¡A quién carajo le importan los hectopascales, papá, queremos saber cuando va a volver a jugar Hugo!
Las agujas del reloj continuaban su curso, y de Hugo no se sabía ni mu. Lentamente, ante tanto averiguar, comenzaron a llegar los primeros rumores. El que por aquel entonces era mi suegro y por esas vueltas que tiene la vida, hoy lo es nuevamente, me dijo un día que le habían dicho que Hugo no tenía lo que habían dicho, sino algo mucho más grave. Que lo habían abierto y lo tuvieron que volver a cerrar, porque encontraron algo mucho peor que una peritonitis, que era algo en el páncreas, que el páncreas no tiene cura. Rumores que en un principio desestimé rápidamente, un poco porque mi suegro es del palo del automovilismo, y de fútbol es de los que se prende en mundiales (remitirse por lo tanto a párrafos anteriores), y otro poco porque no quería creer en eso.
La cosa ya se había puesto medio espesa. Y mi preocupación se acrecentó cuando mi cuñado me corroboró la versión. A él se lo había comentado el padre de uno de los médicos del Club. Hugo estaba seriamente jodido. Mi cuñado medio que me cagó, porque a ese sí que le gusta el fútbol; yo creo que si le dieran a elegir dormiría abrazado a una pelota, y empujaría a mi hermana al precipicio de la cama. Además, es de Lanús como nosotros y sabe que con esas cosas no se jode. A medida que los días corrían, la versión tomaba más cuerpo que vino en barrica de roble. El boca a boca propagó la información por toda la ciudad, y ahora el deseo no era que Hugo vuelva a jugar, sino que siga viviendo.
Lógicamente, la tristeza era inmensa. Lo que se dice un golpe al mentón. Pero no un sopapo de los que daba mi abuela, sino uno de esos cebollazos que metía Ringo Bonavena, o Mike Tyson, que te dejan pelotudo y ni cuenta te diste. Las radios seguían sin tocar demasiado el tema, vos llamabas y preguntabas por Hugo, y te decían que un dólar seguía valiendo un peso, o que Marito Gómez no era de hablar mucho con la prensa.

De más está decir que en el torneo nos empezó a ir para el culo. No hay con que darle, las malas vienen todas juntas. Aunque, para ser sincero, no había pesar ni dolor más grande que pensar que podía pasar cualquier cosa con Hugo.
La cuestión es que sin saber bien como (aún hoy no se bien que pasó), Hugo empezó a entrenar. Recuerdo, también en Clarín, una foto del crack trotando sobre el arco que da a la cancha de amateur. Estaba pelado, la puta madre, era increíble la imagen. Pero el solo hecho de verlo correr, llenaba mis ojos de lágrimas.
Con el correr de los días, los rumores que mencionaban subliminalmente a la parca comenzaron a desaparecer, siendo arrasados por una ola surfer de optimismo y alegría. Paralelamente, Lanús empezaba un nuevo torneo con un equipo medio remendado. Los dirigentes habían vendido hasta un tótem que estaba en vitalicios y no había muchas esperanzas. Pero el soccer tiene ese no se que por el cual todo es posible, y Lanús comenzaría a ganar partidos y meter un campeonatazo, dando lucha en la parte de arriba de la tabla.
Mientras tanto, en el backstage, el Mágico (como lo apodaría años más tarde el inefable Negro Mineo) continuaba su recuperación.
Recuerdo que un día un amigo me llamó, y me contó que por ahí, antes del final del torneo, Hugo podía tener algunos minutos en cancha, que estaba mejor, que no lo querían apurar pero que él tenía ganas de jugar, que los médicos lo veían joya. Imaginate que alegría, uno como que quería creer y no sabía si hacerlo, ya que de este tema opinaba desde mi hermana (otra de las fanas de los mundiales) hasta los más notables letrados de la globa, pasando por Susana Rocasalvo y Quique Wolff. Encima yo contaba 19 años, no me daba el culo para ir y golpear puertas y averiguar la verdad de la milanga; así que solo atinaba a consumir, percibir, y sacar mis propias conclusiones.
La cuestión es que llegó el día en el que Hugo fue citado por Pirulo Gómez para integrar el banquillo. Siete meses habían transcurrido desde aquella traición del destino. Moralito volvía a jugar, y aunque no entrara ni un minuto, el solo hecho de verlo pisar el verde césped era reconfortante para el alma.

El miércoles 6 de mayo de 1998, entonces, sería la cita. Yo cursaba en el CBC en Avellaneda, de 17 a 21 hs, pero como Lanús jugaba a las 20 hs, a las 19 largué todo a la mierda y me fui a la cancha. Con la indumentaria apropiada, camiseta de Lanús más algún pullover al tono, me levanté de la silla del aula apenas vi la melena de mi amigo que me pasaba a buscar en moto para ir a ver a Huguito.
La cuestión es que empezó el partido y Lanús no tardó en ponerse en ventaja a con gol de Belloso. Todos contentos, esperábamos ampliar la ventaja para que Hugo pueda entrar tranquilo unos minutos en el segundo tiempo. A falta de 20 minutos para el final, Moralito ingresaba por Belloso… Nunca antes vi un jugador con tantas ganas de salir de la cancha. El Búfalo metió un pique hasta la línea de cal y saludó al crack. Todo el estadio, de pie, aplaudía el regreso del 10, y la victoria de la vida.

Pero resulta que Mirko Saric, un rubiecito que jugaba en San Lorenzo, sacudió la modorra y puso el empate. Que cagada, la puta madre, ¿nunca íbamos a poder ser completamente felices nosotros?

Pero la historia tenía un capítulo más. Lanús necesitaba ganar, para seguir peleando pero sobre todo para darle a Hugo el retorno que merecía.
Moralito también lo sabía, y fue él más que nadie quien se propuso ganar. Estaba intacto, como siempre. Pedía la pelota, gambeteba, deleitaba. Pegó un tiro en el palo, mientras Passet, que era el arquero de San Lorenzo, estaba más iluminado que la Av. Corrientes un sábado a la noche y no dejaba de atajar pelotas.
Pero cuando ya no quedaba nada, y se jugaba el ex tiempo de descuento, ahora llamado tiempo recuperado por la TV Pública, llegaría un córner desde la derecha. Hubo un despeje y la bola le quedó a él…En ese momento, un grito contenido se transformó en silencio. En esas milésimas de segundo, cientos de imágenes cruzaron nuestros ojos, nuestras mentes. Todos hicimos fuerza para que él tuviera fuerza, todos pateamos para que él pateara más fuerte. Todos afinamos la puntería para que el remate fuera perfecto. Entonces Moralito metió un zurdazo cruzado, inapelable, inatajable, que infló la red, que fue gol, y que liberó esa contención de grito colectivo. Era gol, era el gol de Hugo. La cancha se venía abajo, y ya no solo te abrazabas, sino que no parabas de gritar, llorabas, y repetías con la misma cara de felicidad “Fue Hugo, fue Hugo, lo metió Hugo”, como si el que te estaba abrazando no lo hubiera visto. Pero que mierda, querías abrazarte y a la vez ver que estaba haciendo él; entonces ahí lo veo despedido para el medio y para donde está hoy la platea de Esquiú, lo veo revoleando la camiseta Blanca alternativa al aire y agarrándola, y veo también al ramillete de compañeros que corren y lo abrazan, se le tiran encima. Y veo también las tribunas, la gente que delira, llora. Creo que cuando algo hace llorar a un tipo de 30 y pico, 40 años, delante de sus hijos, de sus amigos, y ante perfectos desconocidos, eso que está pasando debe ser lo suficientemente fuerte para no querer o no poder disimularlo.

Veo también al Juez del partido, Madorrán, que se acerca y lo amonesta porque Hugo se sacó la camiseta y le pide perdón, no le quedaba otra, le pide perdón varias veces, y Moralito le dice que está todo bien, que una amarilla no es nada al lado de todo lo que tuvo que pasar él.
Lanús ganó y nos fuimos festejando. Al final no salimos campeones del torneo, pero ese día nos sentimos campeones. Porque el muchachito de la película había ganado algo mucho más importante.
Paradojas del destino, luego de un tiempo Mirko Saric, el rubiecito que había metido el gol del empate decidió quitarse su vida, mientras Madorrán también tomaría la misma decisión años más tarde. Resulta increíble, e inexplicable, como la vida puede cambiar las cosas, y como uno mismo también puede ser responsable de incidir en ella y forjar su propio destino.
Yo siempre digo, que nunca hay que tener de ídolo a un futbolista, porque viste como son, hoy se besan la camiseta que tenés vos y mañana lo ves por la tele haciendo lo mismo con otra en Uzbekistán. Pero como no voy a tener de ídolo a Hugo, por favor, ese sí que siempre fue diferente, único. Ese sí que metió el gol que yo siempre soñé con meter.

1 comentario:

ariel dijo...

Hola marce soy ariel parente , como andas tanto tiempo . si podes me mandas un mail con eso de victoriano arenas que noce nada. gracias